Don Quijote de la Mancha.- Primera parte, capítulo octavo

Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes

Primera parte, capítulo octavo.

Del buen suceso que el valiente don Quijote tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con otros sucesos dignos de felice recordación.

Da comienzo el capítulo con el recurso a la hipérbole que al estilo de la novela le va tan bien; así, asegura el autor que don Quijote y Sancho se encontraron con treinta o cuarenta molinos de viento en su salida. Lo cierto es que en ninguna localidad manchega ha habido jamás semejante concentración de molinos de viento.

Los partidarios de tomarse el Quijote al pie de la letra aceptarán que esta imagen de los molinos solamente podría darse en La Mancha. Pero mirando con otra mirada y partiendo de la hipótesis de que la topografía del Quijote es meramente literaria y que los paisajes y lugares pueden corresponderse con otros paisajes y lugares peninsulares, sobre todo aquellos leoneses de los territorios zamoranos y las montañas de donde era oriunda la familia de Cervantes y que él mismo debió de conocer muy bien, podemos suponer que no fuera así, agregando el dato de que en la época de la novela los molinos de viento los había por toda España y Portugal, sin que fueran patrimonio ni signo distintivo y exclusivo de La Mancha, donde no los hubo antes de 1575, según los estudios de Richard Ford (1844), mientras que en otros lugares aparecen ya en el siglo XV. La constatación de la existencia de molinos de viento en territorios del Reino de León nos pone sobre la pista de la existencia de los mismos en una extensa zona de Tierra de Campos hasta Benavente. ¿Eran circulares o cuadrados? Aunque siempre tendemos a imaginarlos de forma circular, lo cierto es que no se nos aclara nada al respecto en el famoso y celebrado capítulo de esta aventura. Pero lo que sí podemos suponer con facilidad es lo que un judío converso podría ver representado en ellos, un tremendo capirote y las aspas formando una gigantesca cruz de San Andrés o cruz de los penitenciados. O sea, la Inquisición. Tal idea se ve reforzada al referirse a las aspas como a brazos de gigante. De la Justicia todavía se dice que tiene los brazos largos, dando a entender que llega a donde uno no puede imaginarse, que es difícil esconderse de ella y que alcanza al delincuente incluso pasados muchos años. La Inquisición y su poderoso brazo secular, al que eran entregados los reos para recibir el castigo, todavía aún se nos representan temibles y enormes. ¿No nos remite el episodio cervantino a un desigual y brutal enfrentamiento con la Inquisición? ¿Y quiénes, sino los judíos conversos, tenían más razones para temerla y, aún más, desear su desaparición?

Con inteligente astucia Miguel de Cervantes introduce el nombre de Dios en su discurso contra la Inquisición, consiguiendo desviar la atención del censor. El lenguaje que utiliza en su ataque es deliberadamente arcaico: que ésta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra.

Don Quijote sale derrotado, lanzado por los aires junto con Rocinante y partida su lanza en varios pedazos. Enseguida, ante las recriminaciones de Sancho al recordarle que le avisó de que aquellos no eran gigantes sino molinos, don Quijote ve en  ello la mano negra del mago Frestón, que ya le había robado la biblioteca con todos sus libros, en su intención de frustrar su gloria por la envidia que le tiene.

Retoman el camino hacia Puerto Lápice, lugar apropiado para las aventuras, según don Quijote, por ser lugar muy pasajero, ya que se encontraba – efectivamente- en el camino real entre Toledo y Sevilla.

Don Quijote, magullado y dolorido, no se queja. Sancho se dedica a comer, bien asentado sobre su pollino, y bebe de la bota con mucho gusto, todo lo cual le haría olvidar mientras tanto las promesas que don Quijte le tenía hechas y los riesgos de las aventuras. Pernoctarán a la intemperie entre unos árboles. Don Quijote armará una nueva lanza con una rama seca que encontró en los alrededores y pasa la noche en vela pensando en Dulcinea. Sancho, con la panza llena, duerme a pierna suelta.

Madrugan. Tras unas ocho horas de camino y alrededor de las tres de la tarde, avistan Puerto Lápice. Ante la posibilidad de verse envueltos en aventuras y batallas, don Quijote le explica a Sancho la costumbre de los escuderos de no intervenir aunque lo vea en verdaderos apuros y que sólo puede hacerlo si quienes le atacan no son caballeros, sino canalla y gente baja. Sancho se declara enseguida persona pacífica y enemigo de peleas, salvo si toca defender su persona.

Poco después aparecerán por el camino unos frailes de la Orden de San Benito y detrás viene un coche de caballos ocupado por una señora vicaína que viajaba a Sevilla, con compañía y dos mozos de mulas . Enseguida se enciende la imaginación de don Quijote para ver en los frailes a unos encantadores que llevan secuestrada a alguna princesa, disponiéndose inmediatamente a desfacer el entuerto contra la opinión de Sancho que veía en este despropósito un final aún más desastroso que el de los molinos de viento.

Se sucede así el segundo ataque a la Iglesia en el mismo capítulo llamando a los frailes gente endiablada y descomunal y fementida canalla. Arremete contra ellos; uno queda tendido en el suelo y los demás huyen despavoridos. Sancho, pasando por alto que fuera gente de la Iglesia, se dispone a aceptar que de la batalla tiene derecho a cobrar su parte y empieza a despojar al fraile caído. Los mozos que le acompañan apalean a Sancho, ocasión que aprovechará el fraile para huir también tras sus compañeros. Don Quijote, mientras tanto, se ha dirigido a la señora del coche para hacerle partícipe de que está libre y pedirle que vuelva al Toboso para presentarse a Dulcinea y contarle su hazaña.

Y aquí comienza la aventura de la batalla  con el vizcaíno, un escudero que servía a la señora del coche y que se niega a dar la vuelta y perder más tiempo volviendo al Toboso. El escudero, en media lengua castellana y media vizcaína, se enfrenta a don Quijote con su rotunda negativa. Don Quijote, con sosiego, le contesta que no tendrá en cuenta sus palabras ni le castigará porque no es caballero. El vizcaíno, que no entiende el sentido que don Quijote da a la palabra caballero, se siente humillado y, lleno de furia, le desafía a que arroje la lanza y saque la espada. La reacción de don Quijote es inmediata; arrojando al suelo su lanza y empuñando, a su vez, la espada, arremeten uno contra otro, descargando el vizcaíno el primer golpe sobre don Quijote y éste, que acusó el ataque, encomendándose a Dulcinea se lanza espada en alto contra su adversario con toda la determinación de partirlo en dos de un tajo.

En este punto queda en suspenso el final de la historia del primer autor, Cide Hamete Benengeli, cuestión que el segundo autor de la obra, Cervantes, resuelve investigar y buscar su final en los papeles, lo que se contará en el capítulo siguiente.

González Alonso

3 comentarios en “Don Quijote de la Mancha.- Primera parte, capítulo octavo

    • Amigo Pablo, es una manera de leer a Cervantes y el Quijote, más imaginativa y divertida. Por lo menos eso trato, sin pretender otra cosa que encontrar distintas posibilidades para una obra tan admirable.
      Me ha encantado tu paso por este capítulo, Pablo. Con un abrazo.
      Salud.

      Me gusta

  1. Pingback: Don Quijote de la Mancha.- Segunda parte, capítulo vigesimocuarto | ÍnsuLa CerBantaria

Deja un comentario