El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra
Segunda parte.- Capítulo trigésimo sexto
Donde se cuenta la estraña (sic) y jamás imaginada aventura de la dueña Dolorida, alias de la condesa Trifaldi, con una carta que Sancho Panza escribió a su mujer Teresa Panza
La duquesa se interesará por el cumplimiento del compromiso de Sancho Panza de azotarse para llevar a cabo el desencantamiento de Dulcinea, y Sancho le replica que ya se había dado hasta cinco azotes. Al preguntar la duquesa cómo fueron, Sancho le dirá que con la mano, lo que a la duquesa le parecen flojos y tibios para el fin que se proponen, quedando en que los que les sigan lo sean con otras disciplinas más severas.
Sancho Panza le muestra a la duquesa una carta que había mandado escribir para su mujer, Teresa Panza. En la carta destacan aspectos como la opinión que sobre él mismo y don Quijote se tiene por aquellas tierras: “don Quijote, mi amo, es un loco cuerdo y un mentecato gracioso, y yo no le voy en zaga”, también se muestra interesado en el cargo de gobernador para hacerse rico, aunque prevenido y temeroso del apego que dicen que se coge al poder, y le dará noticia de los tres mil trescientos azotes, menos cinco, que ha de darse para liberar a Dulcinea de su condición de encantada y que –dice- fue requisito para poder ser gobernador. Se cita, de pasada, el uso del “concejo abierto”, régimen de organización de los pueblos que nace en los orígenes del Reino de León como costumbre de los visigodos y que luego se extendió por prácticamente toda España. Hoy día se encuentra regulado su uso y todavía varios cientos de localidades se rigen por este sistema asambleario.
La condesa censurará a Sancho la ambición mostrada, ya que –según afirma- la codicia rompe el saco. También le recrimina la afirmación de que los azotes se los deberá dar a cambio de ser gobernador, pues el duque le había prometido la ínsula antes de que se le exigieran los azotes para liberar a Dulcinea. Sancho cree que puede escribirse otra carta, si la duquesa lo prefiere, pero ésta la da por buena tal y como está.
Encontrándose luego todos en un jardín, el duque leerá la carta de Sancho y harán su aparición unas figuras tristes y sombrías al son de la música de un pífano y unos tambores destemplados que infunden inquietud a don Quijote y un gran temor a Sancho que correrá a refugiarse entre las faldas de la duquesa.
La parodia que les presentan a Sancho y don Quijote representa a un supuesto escudero barbudo de una gran dama llamada Trifaldi, por vestir tres faldas, también conocida como “la dueña Dolorida”. Según afirma el escudero Trifaldín, que toma el nombre de su señora, vienen de un reino remoto, tristes y sin desayunar, en busca del afamado caballero don Quijote de la Mancha, para solicitar su auxilio.
El duque, ceremonioso, recibe al escudero con corteses palabras y le presentará a don Quijote, allí presente, a quien dedicará encendidos elogios por su celebridad. Don Quijote tomará la palabra para, henchido de orgullo, proclamar con esta prueba la necesidad de la caballería andante, la cual había sido puesta en tela de juicio, denostada y criticada duramente, días atrás, por el clérigo al que don Quijote se referirá irónicamente como “aquel bendito religioso”. De paso, tal vez lo fundamental, quitará a los desamparados, afligidos y desconsolados, la esperanza de hallar remedio a su situación yendo a buscarlo “a las casas de los letrados, ni a la de los sacristanes de aldeas, ni al caballero que nunca ha acertado a salir de los términos de su lugar, ni al perezoso cortesano que antes busca nuevas para referirlas y contarlas que procura hacer obras y hazañas para que otros las cuenten y escriban”.
Y con esta crítica y la decisión declarada de ofrecer el valor de su brazo y su voluntad a lo que precisase la dueña, concluye este capítulo que hace el trigesimosexto de la segunda parte de la novela.
González Alonso