El desencantamiento de Dulcinea.- José Miguel Gándara Carretero

CAPÍTULO XXXVMerlín y Dulcinea-1Donde se prosigue la noticia que tuvo don Quijote del desencanto de Dulcinea, con otros admirables sucesos

Al compás de la agradable música vieron que hacia ellos venía un carro de los que llaman triunfales1, tirado de seis mulas pardas, encubertadas empero de lienzo blanco2, y sobre cada una venía un diciplinante de luz3, asimesmo vestido de blanco, con una hacha de cera grande, encendida, en la mano. Era el carro dos veces y aun tres mayor que los pasados, y los lados y encima dél ocupaban doce otrosII diciplinantes albos como la nieve, todos con sus hachas encendidas, vista que admiraba y espantaba juntamente; y en un levantado trono venía sentada una ninfa, vestida de mil velos de tela de plata, brillando por todos ellos infinitas hojas de argentería de oro4, que la hacían, si no rica, a lo menos vistosamente vestida. Traía el rostro cubierto con un transparente y delicado cendal, de modo que, sin impedirlo sus lizos5, por entre ellos se descubría un hermosísimo rostro de doncella, y las muchas luces daban lugar para distinguir la belleza y los años, que al parecer no llegaban a veinte ni bajaban de diez y siete.

Junto a ella venía una figura vestida de una ropa de las que llaman rozagantes6, hasta los pies, cubierta la cabeza con un velo negro; pero al punto que llegó el carro a estar frente a frente de los duques y de don Quijote, cesó la música de las chirimías, y luego la de las harpas y laúdes que en el carro sonaban7, y levantándose en pie la figura de la ropa, la apartó a entrambos lados, y quitándose el velo del rostro, descubrió patentemente ser la mesma figura de la muerte, descarnada y fea, de que don Quijote recibió pesadumbre y Sancho miedo, y los duques hicieron algún sentimiento temeroso. Alzada y puesta en pie esta muerte viva, con voz algo dormida y con lengua no muy despierta, comenzó a decir desta manera:

 —Yo soy Merlín, aquel que las historias
dicen que tuve por mi padre al diablo
—mentira autorizada de los tiempos—,
príncipe de la mágica y monarca
y archivo de la ciencia zoroástrica8,
émuloIII a las edades y a los siglos
que solapar pretenden las hazañas
de los andantes bravos caballeros9,
a quien yo tuve y tengo gran cariño.
Y puesto que es de los encantadores,
de los magos o mágicos contino
dura la condición, áspera y fuerte,
la mía es tierna, blanda y amorosa,
y amiga de hacer bien a todas gentes.
    En las cavernas lóbregas de Dite10,
donde estaba mi alma entretenida
en formar ciertos rombos y caráteres11,
llegó la voz doliente de la bella
y sin par Dulcinea del Toboso.
Supe su encantamento y su desgracia,
y su trasformación de gentil dama
en rústica aldeana; condolíme,
y encerrando mi espíritu en el hueco
desta espantosa y fiera notomía12,
después de haber revuelto cien mil libros
desta mi ciencia endemoniada y torpe,
vengo a dar el remedio que conviene
a tamaño dolor, a mal tamaño13.
    ¡Oh tú, gloria y honor de cuantos visten
las túnicas de acero y de diamante,
luz y farol14, sendero, norte y guía
de aquellos que, dejando el torpe sueño
y las ociosas plumas15, se acomodan
a usar el ejercicio intolerable
de las sangrientas y pesadas armas!
IVA ti digo, ¡oh varón como se debeV
por jamás alabado!, a ti, valiente
juntamente y discreto don Quijote,
de la Mancha esplendor, de España estrella,
que para recobrar su estado primo16
la sin par Dulcinea del Toboso
es menester que Sancho tu escudero
se dé tres mil azotes y trecientos
en ambas sus valientes posaderas,
al aire descubiertas, y de modo,
que le escuezan, le amarguen y le enfaden.
Y en esto se resuelven todos cuantos
de su desgracia han sido los autores17,
y a esto es mi venida, mis señores.

—¡Voto a tal! —dijo a esta sazón Sancho—. No digo yo tres mil azotes, pero así me daré yo tres como tres puñaladas. ¡Válate el diablo por modo de desencantar! ¡Yo no sé qué tienen que ver mis posasVI con los encantos18! ¡Par Dios que si el señor Merlín no ha hallado otra manera como desencantar a la señora DulcineaVII del Toboso, encantada se podrá ir a la sepultura!

—Tomaros he yo —dijo don Quijote—, don villano, harto de ajos, y amarraros he a un árbol, desnudo como vuestra madre os parió, y no digo yo tres mil y trecientos, sino seis mil y seiscientos azotes os daré, tan bien pegados, que no se os caigan a tres mil y trecientos tirones19. Y no me repliquéis palabra, que os arrancaré el alma.

Comentario:
Sancho Panza-4Es curioso apercibirse de cómo Sancho cobra un inusitado protagonismo en este, se podría decir, metapsíquico capítulo de la segunda parte del Quijote. Es como si sus largas conversaciones con el famoso hidalgo le hubieran permitido evolucionar, desde la tosquedad gestual y vital del inicio, hasta una, no sabemos si aparente, mayor conciencia del mundo en el que se encuentra, más allá de lo meramente material. Tal es la situación, que en este capítulo, en el que se dirime el posible desencantamiento de Dulcinea, llega a convertirse en el “quid”, en la pieza clave de ese desencantamiento.

Desde este momento, la narración cobra, igualmente, un dramatismo insuperable en lo que al personaje de Sancho se refiere, ya que será invariablemente vapuleado y apaleado, convirtiéndose de esta forma en una suerte de “chivo expiatorio”del gran drama de Don Quijote, pero también, del gran drama del mundo. Incluso, se podría hacer una analogía con el mismo cordero de Dios, asimilándolo a un personaje “crístico” y “mesiánico”. Su sacrificio supondrá la salvación de la siempre venerada Dulcinea del Toboso.

Uno de los grandes estudiosos del Quijote, Díaz Benjumea, hizo en su momento un comentario al hilo de la perplejidad en la que se sumió don Quijote al ver por tercera vez la imagen carnal de Dulcinea:

“esa frialdad e indiferencia que vemos en don Quijote ante la presencia de su dama en carne y hueso es una declaración bastante manifiesta de que el hidalgo sólo ama su Dulcinea espiritual, y aquella terrenal, aunque hermosa, es tan insignificante para él como si no existiera”.

He de reconocer, que entre todos los investigadores, estudiosos o comentaristas del Quijote, el que más admiro y del que más cercano me siento,- por su templanza y ardor espiritual a la hora de desentrañar esta magna obra- es sin duda alguna Díaz Benjumea.

Don Quijote anhelaba, suspiraba y desmayaba por un ser irreal a los ojos de los simples mortales que en grado sumo habitan por el mundo, pero, de lo que verdaderamente un hombre se puede enamorar es del suspiro, del viento, de la fracción espiritual de una dama raramente acontecida en la dimensión propia de lo tosco y lo barato.

Don Quijote es uno de esos espíritus errantes que añoran el continente de la belleza antes que lo efímero, la rareza espiritual por encima de la normativa normalidad de lo caduco.

JOSÉ MIGUEL GÁNDARA CARRETERO

RESUMEN:**Don Quijote de la Mancha.- Segunda parte, capítulo trigésimo quinto