El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra
Segunda parte.- Capítulo vigesimocuarto
Donde se cuentan mil zarandajas tan impertinentes como necesarias al verdadero entendimiento de esta grande historia
Toma la palabra en este inicio de capítulo Cide Hamete Benengeli, primer autor de esta historia de don Quijote a partir –según explica- de unos manuscritos encontrados casualmente en la Alcaná de Toledo (Ver: I, cap.9). Ya sabemos que encriptado detrás de este nombre se encuentra el de Miguel de Cervantes (Ver: I, cap. 8). Pero lo interesante aquí es la sensación de realidad que consigue el autor transmitiendo la impresión de estar leyendo la historia en el mismo momento en que están ocurriendo los hechos narrados. La apelación al juicio del lector, haciéndole cómplice de la valoración de la aventura y lo que en ella se cuenta, la calculada ambigüedad al considerarla apócrifa, etc., con recursos muy eficaces a la lectura, que sigue con el espanto del primo (ese loco iluminado investigador de causas y sucesos tan peregrinos como el de determinar quién fue el primero en el mundo de tener catarro) ante la osadía de Sancho Panza dirigiéndose a su señor y la paciencia de don Quijote que contaba cómo había visto a Dulcinea en lo profundo de la cueva de Montesinos.
El primo no sólo alabará la ocasión de haber conocido a don Quijote, sino que le agradecerá la información sacada de su incursión a la cueva, útil para sus libros y haber podido determinar la antigüedad de los naipes y el conocer con seguridad el nacimiento del río Guadiana.
Cuando deciden iniciar la marcha hacia una ermita de cuyo ermitaño habló muy bien el primo y del que Sancho se interesó por si tenía gallinas, se les cruzó un hombre cargado de lanzas y alabardas que, sin detenerse, les dijo que les contaría su vida y maravillas si se alojaban en la venta a donde se dirigía, poco más arriba de la ermita mencionada.