El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra
Segunda parte.- Capítulo sexagésimo octavo
De la cerdosa aventura que le aconteció a don Quijote
A la sombra oscura de una noche apacible, se lamenta don Quijote de la forma de ser y el comportamiento de su escudero, encontrando diferencias entre sus maneras de dormir, oyéndole cantar cuando él llora o mostrándose perezoso y harto de comer mientras él ayuna y está alerta. Le pide a Sancho que, sin llegar a las manos y reconociendo la rudeza y fuerza de los brazos del escudero, aproveche la serenidad de la noche para darse hasta al menos trescientos azotes de los que tiene a cuenta para el desencantamiento de Dulcinea, pasando luego el resto de las horas cantando hasta el amanecer. él la ausencia y Sancho su firmeza.
Replicará Sancho sin dudar que ni es religioso para hacer penitencia en mitad del sueño, ni le parece a él que el dolor de los azotes pudiera dejarle pasar a la música, reclamándole a don Quijote que no le apriete en lo de azotarse.
Romperá don Quijote en abundantes reproches y exclamaciones recordándole cómo fue gracias a él que llegó a ser gobernador y cómo aún puede tener la esperanza de llegar a ser conde según la promesa que le tiene hecha. Y concluye con una frase del Libro de Job: “Post tenebras spero lucem” (Tras las tinieblas espero la luz). Se trata de la misma frase que el impresor Juan de la Cuesta utilizaba como sello en los libros que publicaba acompañada de dos animales simbólicos y heráldicos: el águila, poderosa en el cielo, y el león, poderoso en la tierra. En la España cristiana el león será utilizado por los monarcas leoneses, y esta misma figura es representación de la tribu de Judá. El origen de Juan de la Cuesta es desconocido, pero bien pudo ser judío. Y Miguel de Cervantes, publicado por él, asumirá el mismo lema por boca de don Quijote para expresar la paciencia que, igual a la de los sefardíes para volver a España, él mantenía para ver “liberada” a Dulcinea.
No cederá Sancho a las pretensiones de don Quijote, que hace un caluroso elogio del sueño y sus bondades en un discurso que don Quijote reconoce bien hilado y elegante rematando su respuesta con un refrán que al escudero no le pasará desapercibido.
En mitad de esta animada conversación se deja oír un fuerte estruendo en la noche que se les vino encima en forma de una piara de más de seiscientos cerdos que a aquella hora intempestiva llevaban unos hombres a vender en una feria. Sin darles tiempo a reaccionar, los puercos pasaron por encima de don Quijote, Sancho Panza, dejándolos maltrechos junto al rucio y Rocinante, con todos sus enseres y armas esparcidos por el suelo. Se levantará Sancho como mejor puede y, advertido de la identidad de sus pateadores- le pedirá la espada a don Quijote para acabar, al menos, con media docena de ellos.
La respuesta de don Quijote, mesurada y paciente, es que lo deje estar, porque todo ello lo considera un justo castigo por “la afrenta de su pecado” como caballero vencido, siendo merecedor de “lo coman las adivas, y le piquen avispas y le hollen los puercos”. Sancho, en este punto, marcará las diferencias con el caballero y entiende que las culpas de don Quijote no son las suyas.
Aparte del hecho singular de encontrarse una manada de cerdos en mitad de la noche y de ser conducidos como si fuera otro tipo de ganado, ovejas, vacas o caballos, la pregunta que cabe hacerse es: ¿De qué culpa nos está hablando don Quijote? Sobre ello ya me referí en la Conferencia de la Universidad de Deusto “Miguel de Cervantes: Los rastros judíos en el Quijote”, y entresaco aquí lo allí mencionado:
Don Quijote, que se las ve con ejércitos de ovejas, con gatos que se le agarran a las narices, leones, toros o la nube de grajos que identifica como murciélagos en la cueva de Montesinos, también se las tuvo que ver con los cerdos o marranos. En el capítulo 68 de la Segunda parte, don Quijote y Sancho son pisoteados por una piara de de “más de seiscientos puercos”. Sancho le pide la espada a don Quijote para matar a los que pudiere de aquellos animales inmundos. Y don Quijote le dice: “Déjalos estar, amigo, que esta afrenta es pena de mi pecado.”
Pero, ¿de qué pecado habla don Quijote? Para los judíos y musulmanes los cerdos son animales inmundos. A los judíos se les denomina marranos. Y para demostrar ser cristiano, era obligado comer carne de cerdo. Si queremos ver al hidalgo metido a caballero andante como un restaurador de las costumbres, mantenedor de la fe de sus antepasados, inspirador de la tolerancia, de la paz y el restablecimiento de la justicia, podemos ver en este hecho hiperbólico de una piara gigantesca corriendo por los campos y arrollando cuanto se cruza en su camino, la situación vivida por los cristianos nuevos o judíos conversos. Sobre todo si, como sigue más adelante en el capítulo, son acorralados por hombres de a caballo que los conducen al castillo de los duques a punta de lanza y entre insultos para ser sometidos a un juicio, parodia de los juicios de la Inquisición.
Conjeturas aparte, el capítulo sigue adelante donde intentan reanudar el descanso, durmiendo Sancho y cantando don Quijote tiernas endechas amorosas con las que lamentar su suerte.
Amanece y, mientras se despereza el día, llega hasta ellos un nutrido grupo de gentes armadas y a caballo que los rodean y amenazan de muerte, conduciéndolos en un silencio que sólo rompen al anochecer para insultarles con apelativos como trogloditas, bárbaros, escitas y antropófagos, términos que Sancho traduce como tortolitas, estropajos, barberos o perritas, farfullando para sus adentros sus protestas. Don Quijote caminaba entre tanto como embelesado y en suspenso cuando se percató de que los llevaban a un castillo que reconoció enseguida y en el que recordaba cómo habían sido recibidos y halagados con cortesía y comedimiento, concluyendo que para los vencidos “todo se vuelve en mal y el mal en peor”. Y así dan entrada en el patio de armas del castillo.
González Alonso