Don Quijote de la Mancha.- Segunda parte, capítulo cuadragésimo octavo

El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra

Segunda  parte.- Capítulo cuadragésimo octavo

De lo que le sucedió a don Quijote con doña Rodríguez, la dueña de la duquesa, con otros acontecimientos dignos de escritura y de memoria eterna

Tenemos a don Quijote en cama recuperándose  de las heridas que le hizo el gato en el rostro, cuando se oyen ruidos en la puerta y siente que ésta se abre. Temiendo don Quijote que se tratara de la tenaz Altisidora que lo perseguía con la intención de quebrantar su fidelidad y amor por Dulcinea, comienza a declarar en voz alta su inquebrantable fe en la dama de sus sueños.

Se abre la puerta del aposento y don Quijote, prevenido, se arropa con la colcha poniéndose en pie sobre la cama. La apariencia del hidalgo manchego resulta grotesca y hasta espantable, pero no lo era menos la llamativa y sorprendente figura que ante sus ojos hace aparición con una vela en la mano como si fuera la encarnación de un fantasma.

La presencia que causaba espanto a don Quijote no era otra que la de la dueña de la duquesa. Asombrados, dueña y caballero, no salían de su sorpresa y temor, tanto, que a la dueña se le cayó la vela de las manos e intentando salir deprisa de la alcoba se enredó con las faldas y cayó al suelo mientras que don Quijote ahuyentaba su miedo haciendo conjuros contra el fantasma que creía haber visto.

La dueña, escuchando los conjuros de don Quijote, declara quién es y su intención de hablar con él para pedirle su mediación en un asunto que la concernía.

Tras cruzarse avisos, prevenciones y desconfianzas mutuas sobre las intenciones de cada cual, se avienen a tratar el asunto de la dueña que, una vez vuelto a encender la vela, se acerca al lecho de don Quijote y le confiesa cómo  ella era oriunda de las Asturias de Oviedo, en las Montañas de León, de donde se decía que provenían las mejores familias de la nobleza. Relatará su vida y de qué manera llegará a la Corte de Madrid para entrar al servicio de una gran señora y como allí conoce al que acabó siendo su marido,  también de origen leonés de la montaña. Después de haber tenido una hija y fallecer su marido de manera trágica, entró al servicio de los duques y se trasladará con ellos a tierras aragonesas. La chica va creciendo con toda la hermosura del mundo y el hijo de un rico labrador la cortejará y seducirá con la promesa de matrimonio, la cual olvidará tan pronto como consigue a la muchacha. La dueña pide la mediación del duque, pero éste hace oídos sordos ya que le debe bastantes favores al rico labrador. Y es por eso  que ahora pone en manos de don Quijote la esperanza de la solución a esta afrenta.

La dueña no pierde ocasión –para no defraudar la fama con que se las conoce- de murmurar y hablar mal de Altisidora y de su propia señora de quienes cuenta algunos engaños y apariencia para asombro de don Quijote. El tono de confidencia y desconfianza con que doña Rodríguez le cuenta a don Quijote estas cuitas y murmuraciones lo expresa diciendo: «Quiero callar, que se suele decir que las paredes tienen oídos«, lo que ha llegado a nosotros como «cuidado, que las paredes oyen» y también, «si las paredes hablaran«. La alusión puede referirse muy bien al hecho de que los judío rezan de cara a la pared y el cuidado que debían tener para que no les oyeran. Cervantes encaja con toda naturalidad este ambiente de desconfianza y prevención de la época con tono irónico, pero ello no deja de reflejar una queja o, por lo menos, el ambiente que se respiraba y vivía.

Estaban en éstas cuando se abre de repente la puerta, la dueña –sorprendida- pierde de nuevo la vela  quedando todo a oscuras, y con diligencia y en silencio siente cómo le alzan las faldas y la zurcen a zapatillazos. Se queja y lo sufre la dueña mientras que don Quijote, que lo escucha todo, se queda muy quieto esperando a ver en qué para aquello y con temor de ser él también alcanzado, lo que así va a suceder a continuación para sufrir durante media hora pellizcos y zapatillazos por todas sus carnes. Cuando los anónimos visitantes dan por concluida su tarea, salen sigilosamente y detrás de ellos la dolorida dueña dejando a solas a don Quijote con los añadidos tormentos a los que el gato le había procurado con sus uñas, confuso y deseoso de saber quién había sido el perverso encantador de los pellizcos y golpes de zapatilla.

Y en este momento, al narrador de esta historia le reclama la atención  Sancho Panza para –según se dice- el buen concierto que esta historia pide.

González Alonso

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