El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra
Segunda parte.- Capítulo cuadragésimo séptimo
Donde se prosigue cómo se portaba Sancho Panza en su gobierno
Y llega Sancho a lo que más feliz podría tener el gobierno de su ínsula, que no sería otra cosa que la de dar entrada al suntuoso comedor del castillo con la promesa de su mesa desbordante de ricos y variados manjares. A la vez que sientan a Sancho a la cabecera de la mesa y le colocan un ostentoso babero, uno que parecía estudiante echará las bendiciones y otro que parecía ser médico se coloca a su lado con una vara en la mano. Y entra el maestresala con un soberbio plato que, apenas toca los manteles, recibe un toque de vara del médico y le es retirado sin llegar a probarlo. Lo mismo ocurre con el segundo, con el tercero y todos los platos que le siguen.
Sancho Panza, sorprendido de ver desfilar aquellos suculentos manjares por delante de sus barbas sin poder catar ninguno, pregunta si es que aquella manera de comer era como un juego de prestidigitación. El médico le responde e informa que su función es la de velar por la salud del gobernador y retirarle cualquier plato que por sus componentes, salsas u otras circunstancias pudieran tener algún riesgo para la vida del gobernador.
Sancho no encuentra, según el parecer del médico, ningún plato o alimento conveniente y seguro y se va desesperando cada vez más, llegando al colmo cuando le prohíben –incluso- la humilde olla podrida a la que tan acostumbrado estaba como aficionado era a ella.
El gobernador Sancho, arrellanado en su silla y con el babero limpio, se vuelve al médico para preguntarle de dónde era y dónde había estudiado; le responde el médico que era de Tirteafuera y que había estudiado en la Universidad de Osuna, a lo que Sancho responderá lleno de ira para mandar al médico salir del comedor y que le dejara comer o de lo contrario él mismo se encargaría de acabar con su vida a garrotazos y abandonar su cargo y la vida de gobernador agregando que “oficio que no da de comer a su dueño, no vale dos habas”.
No habían terminado los problemas con el médico y la comida cuando Sancho se encuentra que entra corriendo un emisario del duque con un mensaje urgente para el gobernador, con el encargo de recibirlo en propia mano o que le sea leído por su Secretario. Pregunta Sancho quién es su Secretario y se presenta uno que sabiendo leer y escribir es, además, vizcaíno, lo que a Sancho le parece título suficiente como para ser Secretario del mismo Emperador.
Manda Sancho despejar la sala para oír lo que el mensaje encerraba. Y lo que en el mismo se anuncia es, ni más ni menos, la amenaza inminente de ser atacado por un ejército enemigo.
Perplejo y sorprendido, Sancho reacciona enviando, en primer lugar, a la cárcel al médico, porque le considera su primer enemigo queriéndole matar de hambre. El maestresala interviene entonces para advertirle a Sancho que no debe desconfiar solamente del médico aconsejándole con probar y comer de todo cuanto hay en la mesa, y la razón que le da para no hacerlo resulta sorprendente: “…porque lo han preparado unas monjas y, como suele decirse, detrás de la cruz está el diablo”. Pero más sorprendente es aún la respuesta del mismo Sancho que no duda de esta posibilidad de ser envenenado por las monjas y pide –por seguridad- un pedazo de pan y un racimo de uvas.
La segunda aparición de un vizcaíno en escena en los oficios de secretario con su –se supone- poco bien hablado castellano, la sospecha sobre las monjas y la expresión usada “detrás de la cruz está el diablo”, se mueven en torno a lo que la cultura de la época relacionaba con los judíos conversos, que presentaban la cruz para salvarse, pero que los cristianos viejos veían detrás al diablo. La aventura del vizcaíno y la representación de Ignacio de Loyola, judío converso, y su reforma de la Iglesia, también parece navegar por este pasaje con cierto sentido crítico. Pero, conjeturas aparte, el caso es que Sancho Panza le pide a su secretario vizcaíno que redacte una respuesta para el duque, haciéndole saber que hará cuanto disponga para la defensa de la ínsula, le encaja un besamanos a la duquesa con el ruego de que le mande a su mujer Teresa Panza las ropas que tenía preparadas y una carta, otro besamanos para el duque y uno más para su señor don Quijote, y termina asegurando que –si antes es capaz de comer- tendrá fuerzas y determinación para enfrentarse a todo tipo de “espías, matadores y encantadores que vinieren sobre mí y sobre mi ínsula”.
Entró, mientras tanto, un labrador pidiendo audiencia. Se desespera Sancho con la deshora y de que todavía no había tenido tiempo de probar bocado. Le responden que la cosa era urgente y que lo que no iba a poder probar en la comida lo satisfaría en la cena. Sancho pide que así sea y hace entrar al labrador, no sin antes advertir que se aseguren de no ser un espía o enemigo. Le tranquilizan sobre ello y el labrador, entrando, pregunta quién es el gobernador; le dicen que es aquel que ocupa la silla y se acerca para besar la mano a Sancho, a lo que Sancho se niega y le pide que se ponga en pie y diga lo que tenga que decir. El labrador se presenta como natural de Miguel Turra, cerca de Ciudad Real. Dice ser viudo por culpa de un mal médico y que tiene dos hijos estudiantes, uno de ellos enamorado de la hija del rico labrador Andrés Perlerino, podo que le bien a la familia por padecer de perlesía, una enfermedad que supone la pérdida de la sensibilidad o movilidad de algún miembro. A la doncella la pinta tuerta, picada de viruelas y licenciosa o ligera de cascos, pero limpia, sin dientes y pocas muelas y cargada de espaldas entre otras muchas tachas.
Sancho le apremia a decir qué quiere de él y el labrador, después del retrato de la dama, hace el de su hijo enamorado que no le iba a la zaga en defectos y tachaduras a la muchacha, y que lo que él pedía eran 700 o 600 ducados para el mantenimiento de la pareja. Sancho, que todavía no había comido y le crujían las tripas, se encuentra con que ahora le piden unos dineros que ni tienen ni tendría la mínima intención de dárselos en caso de contar con ellos ni al labrador ni a nadie, así que monta en cólera y le amenaza con partirle la cabeza con la silla si no sale de manera inmediata de la sala. El labrador, temeroso y mohíno, hace mutis por el foro mientras que la historia vuelve a llevarnos al malherido don Quijote, postrado durante ocho días en la cama para curar aquellas heridas del gato que le saltó al rostro y no se soltaba de sus narices en la broma preparada por los duques.
González Alonso